Se alza el telón

"El amor es un potro desbocado"

En octubre de 1968 Jesús y yo tomamos una drástica decisión: nos fuimos a vivir juntos. Él ocultaría el hecho a sus padres. Considerábamos que, entre lo que le enviaban para su manutención y lo que yo ganara en mis actuaciones esporádicas, podríamos mantener un apartamento. Al igual que a todos los amantes, el tiempo que permanecíamos separados se nos hacía un infierno y, con esa urgencia y esa ceguera propias del amor, no nos dábamos cuenta de que un secreto así no podía ser mantenido por mucho tiempo.


Pero aquella fue una época de avasalladora plenitud. Cada mañana, al abrir los ojos, una oleada de pasión me convulsionaba de tal manera que parecía  brotar de mí a borbotones. Amaba aquel bajo interior de la calle Eduardo Benot que habíamos alquilado como si fuera un castillo flotando en el más hermoso y cristalino de los cúmulos, amaba su poca luz, que calificaba de romántica e incitadora, amaba  aquellas húmedas paredes a las que yo atribuía el don de mitigar nuestros ardores, al tiempo que nos daban cobijo e intimidad. Pero sobre todo adoraba a aquel joven de  ojos de cielo, con manos artífices de mi felicidad, y el descubrimiento de ese amor me sacudía hasta aturdirme. Tal era mi estado de éxtasis que llegué a preguntarme cómo había creído estar viva antes de llegar él.

A medida que íbamos descubriendo nuestros cuerpos  sentía que nuestras  almas se fundían. Y no era el viajar ascendente de sus dedos por mis muslos, ni el manjar de su lengua, no era la forma en que mis senos se henchían buscando sus labios, no era el estremecerse de mi carne  lo que más me conmovía, era la forma en que aquello colmaba mi espíritu. Los días pasaban como minutos plenos de felicidad. Mi reloj biológico me despertaba diariamente casi al amanecer pues cada hora de sueño me parecía una hora de gozo perdida. ¡Había tantas cosas que ver con esos nuevos ojos que me daba la pasión…!


Jesús solía llevarme a la  Casa de Campo donde árboles, erguidos y orgullosos, me deslumbraban con una orgía de rojos y ocres otoñales, como alardeando antes del inevitable y cercano desnudo total que les esperaba. Aquello se me antojaba  una gloriosa exhibición  dedicada a mi en exclusiva .

Hacía un par de meses, el rumor de que “el niño” estaba liado con “una artista”, es decir, con una “pilingui”, había llegado a oídos de su familia y aunque a todo “buen machote” español eso no sólo le estaría perdonado, sino hasta celebrado, los padres de Jesús consideraron que el asunto estaba entorpeciendo sus estudios de aeronáutica, esa profesión que con indudable esfuerzo le estaban costeando. El caso es que enviaron  un “espía” a  Madrid, alguien que les informara de lo que en realidad estaba sucediendo;  Pedro, el novio de Meli, la hermana de Jesús. Pero con tanta fortuna  que desde el primer momento aquel guapo y simpático muchacho y yo congeniamos.  Sin duda él, hombre enamorado, había identificado el fulgor de auténtico amor que me nimbaba. Así que la información sobre mí, de la que fue portador a su regreso a Málaga, hizo el efecto de tranquilizar  a la familia y durante un tiempo no surgieron más problemas al respecto.

Pero en lo artístico, aquel otoño de 1968 tenía indicios de ser una estación de fiascos laborales, de posibilidades frustradas. Mariano Méndez Vigo, un importante hombre del mundo de la música y con grandes influencias en la discográfica Phillips,  me ofreció hacer una maqueta para esa firma. Él me presentó a un trío de guitarristas con los cuales ensayé y grabé tres temas; dos boleros cubanos, Nosotros, del pinareño Pedro Junco y Lágrimas negras, de Miguel Matamoros. No es que fueran  mis favoritos pero aquello era a lo más que llegaba el conocimiento bolerístico de una España ignorante de las ricas  nuevas tendencias del filin. Y para mi desgracia, a petición de Méndez Vigo, incluí en la grabación  la ranchera Que seas feliz, de la mejicana Consuelo Velázquez.

Pedro Junco, Consuelo Velázquez y Miguel Matamoros

Esa fue mi perdición. Los directivos de la Phillips, al oír la maqueta y conocerme personalmente,  quedaron encantados con mi voz y mi físico y me ofrecieron un contrato de un año para cantar en exclusiva canciones mejicanas.  De nada valió mi insistencia en "presentarles" las nuevas tendencias del bolero cubano o en ofrecerme como cantante de jazz. Nada innovador les interesaba. 


Detrás de aquella oferta estaba el hecho de que una firma discográfica competidora acababa de lanzar al mercado, con gran éxito, rancheras cantadas por una famosa actriz española, María Dolores Pradera, y ellos vieron en mí alguien con voz más potente que podía hacerle la competencia. Aquello me molestó. Yo había oído a María Dolores cantar y me parecía que su mayor acierto era interpretar las rancheras con su dulce e intimista voz.  Así que, ante la imposibilidad de hacerles cambiar de opinión, me temo que sin pensármelo demasiado, rechacé la importante oferta. 

  
Aquello   eliminó mi nombre de la lista de candidatas a grabar con Phillips y me granjeó la enemistad de Mariano Méndez Vigo, ese hombre  que me había dado la oportunidad más apetitosa que cantante alguna pudiese desear y que nunca entendió mi rechazo. Muchas veces he dudado hasta qué punto mi albedrío jugó una parte importante en mis inicios artísticos en España o  si  mi destino estaba ya  marcado.

Un día Giannini me concertó una cita con un nuevo productor de teatro que tenía la intención de estrenar “Los Fantásticos”, un musical con gran éxito en Broadway. “El zorro plateado”, al cual  bauticé así por sus cabellos grises y su sofisticada actitud zorruna. Nada se había sabido de él hasta el momento, siendo como era  un recién llegado a este mundillo, pero solo por tener el valor de enfrentarse a una empresa tan arriesgada ya merecía toda mi admiración. Enorme fue nuestra ilusión al saber que había superado la audición y que el papel principal femenino sería para mí. Eso colmaba mis sueños. ¡Un musical de Broadway! Se nos dijo que los ensayos comenzarían en el plazo de un mes y que muy pronto nos notificarían las fechas, pero como  los ingresos pecuniarios eran una necesidad perentoria, hube de seguir esos meses otoñales recorriendo la geografía española, de caseta de ferias  a cabaret donde aceptaran  que “LA CANTANTE NO ALTERNA”, condición que continuaba siendo  irrebatible.

Días más tarde, “El zorro plateado”  llamaba a mi representante comunicándole que el proyecto de hacer “Los fantásticos” se había caído, al menos por un tiempo, pero que su intención era seguir en el mundo del teatro y que contaba conmigo para próximos montajes. Una enorme desilusión.


Cuando  mi representante me ofreció un contrato que tenía las ventajas  de ser en Madrid y de tener la duración de un mes prorrogable vi los cielos abiertos. Un mes entero en mi nidito de amor y recibiendo un sueldo diario era un regalo de los dioses.

El lugar, situado en la calle de La Palma y que iba a ser inaugurado por mí, se llamaría El último cuplé en homenaje a las películas de Sara Montiel y a los deliciosos cuplés de finales del siglo 19 y principios del 20. No hay que olvidar que España había sido, en aquellos años,  fértil cuna de cupletistas como Raquel Meyer o Concha Piquer y de las sicalípticas   La Chelito, que enloquecía a su público masculino mientras se buscaba "la pulguita", La Fornarina o La Bella Otero, causantes todas de la ruina de muchos hombres y hasta de algún que otro suicidio. 

Era aquel un sitio abovedado mezcla de cave existencialista parisiense y “café cantante” español con un pequeño escenario, sobre el que un viejo y destartalado músico aporreaba un piano de sus mismas características. Cada noche, durante dos meses,  me subí a ese tablado como si la vida me fuese en ello, cantando La bohemeLa vie en rose  o dramáticos cuplés como El Relicario Nena que alternaba con otros pícaros y divertidos como el Ven y ven o La regadera. Allí debuté  el mes de octubre del 68, en un homenaje a los modistos españoles. Dos meses más tarde finalizaron mis actuaciones  y en mi lugar entró Olga Ramos, una conocida cupletista con muchos más años de experiencia que yo en ese campo y a la que aquel entorno le venía, indiscutiblemente, mejor que a mí. (De hecho fue,  durante más de 30 años, la auténtica reina de El último cuplé).
La Bella Otero y La Fornarina

Raquel Meyer, Concha Piquer y Estrellita Castro

Y casi sin darme cuenta llegaron las navidades. Nochebuena en casa de los Ortega y un acogedor fin de año con Ramón y los Bobadilla, enturbiado tan solo, y tan mucho,  por la ausencia de mis seres más queridos; mi familia y mi Jesús, quien, como cada año, hubo de pasar esas fiestas en Málaga con los suyos.

Y con aquellas doce campanadas emitidas desde el reloj de la Puerta del Sol se despidió de mí un 1968 lleno de experiencias contrapuestas y me saludó un 1969 en el que, sin yo aún sospecharlo, se alzaría para mí, por primera vez, el telón de la escena española.


 Al fin, se alza el telón.




El año 1969  no pareció empezar con buen pie. Durante los primeros días de enero estuve, con cabezonería, intentando lo imposible; conectar con Cuba desde nuestro teléfono de Eduardo Benot. Necesitaba perentoriamente oír las voces amadas de mi familia, hacerles partícipes, sin incurrir en detalles, de mi felicidad. Por pudor no quería contarles como su “niña” se había convertido en una mujer gracias a esa pasión compartida que logró reabrir, esta vez sin remordimientos ni culpas,  las puertas de mi sexualidad.

Hacía ya casi un año, desde que abandonase la Residencia para Estudiantes Iberoamericanas, que no había dispuesto de un teléfono personal. Ahora era distinto, pero las malas comunicaciones con la “isla cautiva” se empeñaban en impedírmelo, sin sospechar la tozudez de la que era capaz una cubana-gallega-alemana. Al fin , una noche, la telefonista de larga distancia tuvo a bien conseguirme una línea con La Habana y de repente el espacio de nuestro apartamento se llenó de risas y llantos, de voces entrecortadas por la emoción y de las palabras de cariño contenidas durante aquellos meses de silencio. En esos momentos el pobre Jesús, que me observaba conmovido me vio  pasar, en un segundo,  de la risa al llanto.
Nana y yo. 1955

Mi madre me estaba comunicando que mi perrita Nana también había fallecido. Aunque no tan intensamente como la noticia de la muerte por amor de mi Laura, aquel  ángel de cuatro patas que yo había salvado, recién nacido, de entre los manglares en Nicaro, la noticia me conmocionó. 
Laura y yo. 1967

Mi Laura, aquella perra que nunca tuvo consciencia de serlo, había muerto al mes y pico de mi partida, bajo mi cama, abrazada a una de mis viejas zapatillas y negándose a aceptar mi ausencia. (Ver Instantánea 23). Nana, en cambio,  falleció a los 18 años, todo un récord,  y tras una mimada vida en el seno una familia que adoraba a los animales.  Ninguna de mis niñas llegaría a viajar a España, tal y como lo tenía planeado. Y a pesar de la inmensa alegría que me causaba haber conseguido  el contacto familiar, a pesar de la información de que mi padre y las mellizas estaban todo lo bien que se podía esperar,  aquellas muertes enturbiaron el gozoso momento.

Por otra parte la situación política en España estaba bastante convulsionada. Contagiados por un Mayo Francés, que ni siguiera las poderosas fuerzas de la censura franquista pudieron ocultar, en las universidades los estudiantes protestaban por la falta de libertades. Eran continuas las “tomas” de dichos centros  por los antidisturbios (los grises), tanto a pie como a caballo. Las algaradas estudiantiles tuvieron como represalia  un “estado de sitio” que estaría en vigor desde el 24 de enero  hasta el 25 de mayo de ese año 69. Durante esos meses  se desmantelaron los sindicatos estudiantiles y 20 profesores fueron condenados a penas de confinamiento.

Una tarde Jesús llegó de la universidad con un señor chichón en la frente y la narración de una de esas salvajes e indiscriminadas persecuciones policíacas. Y no es que me sorprendiera, pues ya corrían rumores en Madrid sobre estos hechos, pero el ver lacerada la carne de un ser amado me hizo recordar situaciones análogas y preguntarme cómo era posible  que yo hubiera salido huyendo de una tiranía, la cubana, tan solo para caer en otra.  

Aquel incidente obró de detonante para que decidiera abandonar esos estudios de ingeniería aeronáutica que no le interesaban demasiado y, en cambio, integrarse en el mundo recién nacido de la informática; el Cobol, al que se le auguraba tan gran futuro. El problema era cómo comunicárselo a su familia. Los dos años de estudios universitarios que ya le habían pagado estarían perdidos,  pero nosotros necesitábamos la asignación mensual que recibía para sufragar sus nuevos estudios y cooperar en los gastos de nuestro “flamante hogar”. Estaba claro que en esta ocasión no valían subterfugios ni medias verdades así que, tomando al toro por los cuernos, en una rápida llamada telefónica a Málaga, Jesús hijo le espetó a Jesús padre su decisión. La inmediata reacción fue el anuncio, para el día siguiente, de una visita paterna a Madrid.

Yo me alegré pues aquella era la perfecta ocasión para aclararles a sus familiares, entre otras cosas,  el asunto de nuestra  convivencia.

Y el veintinueve de febrero de 1969 Jesús salió de Eduardo Benot con el firme propósito de desvelar el secreto sobre nuestro amor y  confirmar su decisión de abandonar sus presentes estudios. Padre e hijo iban a cenar juntos y solos  y tan pronto la reunión terminase él me llamaría para ponerme al tanto de la reacción paterna. Y yo me quedé sola en aquel apartamento interior que, a causa de la incertidumbre,  por primera vez me pareció oscuro y desolado, sin semejanza alguna con el “castillo flotando sobre hermosos cúmulos”  en el que mi desbordada pasión había vivido durante meses . (Ver Instantánea 59).


Joaquín Sabina
Aquella noche pasó, como dice Sabina  en su canción, dándome  "las diez, y las once, las doce y la una, las dos y las tres “, y cada hora  sin noticias mi corazón se encogía un poco más, hasta llegar a convertirse en un estrujado guiñapo prácticamente incapaz de latir.  ¡La cantidad de pensamientos lúgubres que azotaron mi cerebro! Jesús había resultado muerto en algún accidente. Su padre había sufrido un infarto al saber las noticias. El tiempo se había detenido, en una jugarreta paranormal, y yo había quedado suspendida  en un agujero negro donde nada era verdad  o mentira, donde nada existía más que la nada. O peor aún, Jesús me había abandonado.

 A las 3 de la madrugada del sábado 1 de marzo, para mi ansiada tranquilidad, sentí abrirse la puerta de la casa. En realidad nada hecatómbico  había pasado. Su padre y él decidieron seguir de copas tras cenar y Jesús, buscando el momento más propicio, optó por esperar hasta el final para comunicarle las novedades. Pero yo sentía como si sobre mí, durante esas horas de espera, hubiese pasado un arrasador ciclón tropical. Aquella madrugada Madrid sufrió un inusual terremoto de 6.4 grados del cual ni cuenta nos dimos. ¡Cómo estarían nuestros ánimos!

La cuestión es que al llegar a conocimiento de la familia malagueña que Jesús y yo nos habíamos mudado juntos, es decir, “juntado los baúles”, según el argot teatral, se armó la “marimorena”.

Hay que tener en cuenta que, en esos tiempos y en España, como he señalado con anterioridad, la reputación de los artistas era más que dudosa y aquellos pequeñoburgueses de provincias tenían una imagen distorsionada de mi profesión. Nuestro “affaire”, como aventurilla, hubiese sido perdonable, pero no estaban dispuestos a consentir que se convirtiese  en algo serio.  Con la obvia intención de que volviera al redil, le suprimieron de inmediato la ayuda económica mensual, dejándonos con los únicos ingresos de mis actuaciones. Por fortuna estas  se habían incrementando durante las galas navideñas y  Giannini me pintaba un futuro  prometedor. Aun así, lamentándolo con toda el alma, los ahorros para el viaje de mis padres  sufrieron un pequeño espolio. Así es el amor pasional, como digo en el capítulo anterior, “un potro desbocado”, una fiera capaz del mayor egoísmo y a la vez de la más absoluta generosidad. Nada era, en aquellos momentos, más importante que  nuestra unión y su continuidad . 

En julio del 69 un evento acaparó toda la atención mundial: el controvertido alunizaje del Apolo XI. Los astronautas americanos Armstrong, Neil y Collins se convirtieron en los ídolos de aquel siglo de grandes efemérides.

Ramón, yo, Jesús y Mariana.
En casa de Mariana Bobadilla y familia Ramón, Jesús y yo vimos como Armstrong ponía el primer pie sobre nuestro satélite y escuchamos emocionados sus palabras, “es un pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad”. La luna había dejado de ser un astro  dedicado en exclusiva a los amantes, a los poetas y a los licántropos para convertirse en algo sólido y  accesible. Fue conmovedor a la vez que un poco desmitificador.

Días después el actor Carlos Rodríguez,   exiliado como tantos otros cubanos y amigo que lo sería “per sécula”, nos convenció para mudarnos, juntamente  a un par de conocidos suyos también exiliados, a un mayor apartamento en el cual  compartiríamos los gastos. Aquello, a la vez que nos saldría más barato, sin yo imaginarlo se iba a convertir en una de las etapas más felices de mi vida. Así que en agosto de ese  año estábamos Carlos Álvarez, José Escarpanter, Álvaro Marrero, Carlos Rodríguez, Jesús y yo viviendo en una “comuna” de la que hablaré más tarde.  Con todo el detalle que merece.

Y, para mi fortuna,  a principios de agosto aquel productor teatral, Leonardo Echegaray, “el zorro plateado”, que me había ofrecido meses atrás trabajar en el proyecto fallido del montaje de la comedia musical Los fantásticos, me llamó para brindarme la oportunidad de participar en la Segunda Campaña Nacional de Teatro. Así que, formando parte parte del Grupo Teatro 70 y con tres obras dirigidas por el prestigioso Adolfo Marsillach, Águila de blasón, Después de la caída y Tiempo del 98,  el 2 de octubre de 1969, en el teatro Rosalía de Castro de La Coruña,  el telón se alzaba ante mí por primera vez en mi patria dándome el pistoletazo de salida para lo que sería una estimulante y fructífera carrera.




Foto del grupo dirigido por Adolfo Marsillach, Teatro 70
1- Maruchi Fresno. 2-Juan Jesús Valverde. 3-Vicente Cuesta. 4-Luis Prendes. 5-Esther Farré. 6- Carlos Canut.
7- Concha Hidalgo. 8- Yolanda Farr. 9- Payás. 10- José Hervás. 11- Angel Terrón. 12- Ángela Rosal. 13- Eusebio Poncela.
14- Jesús Sastre. 15- Arturo López. 16- Terele Pávez. 17- Julia Tejela. 18- Emilio Berrio. 19- Marisa de Leza. 


 . La Segunda Campaña Nacional de Teatro.(1)




Adolfo Marsillach


Adolfo Marsillach y Leonardo Echegaray, director y productor, respectivamente, de la Segunda Campaña Nacional de Teatro consideraron, con gran acierto, que Galicia era el mejor  lugar para iniciar esa turné que duraría seis meses. Otro acierto fue hacerlo con la obra Águila de Blasón, del insigne autor gallego Ramón María del Valle Inclán. Así que, tras arduos ensayos de las tres piezas que llevábamos en el  repertorio, el dos de octubre de 1969 debutábamos, con un montaje espectacular, en el teatro Rosalía de Castro de La Coruña. 
Valle Inclán




Valle Inclán había sido un personaje genial, furioso y controvertido. Nacido en Compostela en 1869 abandonó sus estudios de medicina pora dedicarse a la literatura. De tendencias anárquicas, en el año 31 recibió con entusiasmo la llegada de la Segunda República. Por ese motivo, tras el triunfo franquista, se convirtió en un autor prohibido y el sufrido pueblo español hubo de permanecer muchos años sin disfrutar de tan impresionantes textos. Su carácter irascible está más que demostrado por la absurda manera en la que perdió un brazo: una jornada, durante esas famosas tertulias de intelectuales de la época, Valle se enzarzó en una acalorada discusión con otro escritor, Manuel Bueno, la cual terminó con una mutua y desgraciada agresión física. Al ver que Valle empuñaba contra él una botella, Bueno le propinó un bastonazo en la muñeca causándole una herida  que se fue infectando hasta llegar a gangrenarse, lo que hizo necesaria la amputación del brazo.


La trilogía de Las Comedias Bárbaras, Águila de blasón, Romance de lobos y Cara de plata fueron la gran realización "valleinclanesca". Con posterioridad dio el nombre de “Esperpentos” a cuatro imperecederas piezas; Luces de Bohemia, Los cuernos de don Friolera, Las galas del difunto y La hija del capitán, consiguiendo en ellas su propósito de plasmar la deformación grotesca de la civilización europea.

En aquellos días  no cabía en mí de gozo. Codearme con actrices y actores del prestigio de Marisa de Leza, Luis Prendes, Arturo López o la inefable Maruchi Fresno, y además bajo la dirección del famoso Adolfo Marsillach,  era más de lo que había soñado para mis inicios teatrales en España. Yo cubría, junto con Terele Pávez, los papeles que solemos llamar de “las segundas”, siempre apetitosos. Interpretaba “la Pichona” de Águila de Blasón, la maravillosa Olga de Después de la caída, esa obra que Arthur Miller escribiera inspirándose, tras su conflictivo divorcio, en Marilyn Monroe, hecho que muchos consideraron  de un mal gusto supino.  También llevábamos  Tiempo del 98, de Juan Antonio Castro, en la que, en el papel de “La cupletista”,  llevaba el peso de toda la parte musical de la obra.
Parte de la compañía junto al autocar en nuestro primer viaje
Hicimos el interminable viaje de once horas de Madrid a La Coruña en un autocar sin calefacción, de duros y estrechos asientos, como era usual en esos años. Más de veinte personas apiñadas en el afán de darnos mutuamente calor, algunos desplomando las agotadas cabezas sobre el hombro del sufrido compañero de asiento, otras, más previsoras y generosas,   compartiendo pequeñas mantas con quien les hubiese tocado al lado.  Fue allí donde aprendí la arcaica  jerarquía que aún reinaba  en el teatro, incluso en los autobuses: los asientos eran ocupados según  la categoría y el puesto  del actor en la compañía, es decir los "primeros papeles" tenían adjudicados  los  delanteros, siendo los únicos con derecho a dos plazas, a los "segundos" les tocaban las  siguientes filas y el resto se apiñaba en lo que quedara de espacio. El intentar alterar este orden podía proporcionarte un buen rapapolvo, ya por parte de las propias primeras figuras o  por la del representante de compañía. 

Aquella era una empresa importantísima. No solo por la calidad artística de la cabecera y del director, no solo por el mérito de las obras que íbamos a representar, sino también porque seis meses de trabajo continuado constituían un regalo celestial. Casi todos los componentes éramos muy jóvenes, muchos hasta neófitos, pero incluso los más curtidos resultaron  absolutos devotos de esta profesión.



El viaje sin duda resultó agotador. Pero al día siguiente de nuestra llegada nos esperaban reconfortantes experiencias.


Por entonces recibir a grandes compañías de teatro en provincias  era celebrado por alcaldes y concejales con actos honoríficos. Así que esa primera mañana en La Coruña, habiendo sido convocados la noche anterior en el autocar por el representante de compañía, José Carpena, todos nos dirigimos al ayuntamiento y allí fuimos obsequiados con un ágape. Yo había pedido permiso al mencionado Carpena para que mi Jesús viajara con nosotros así  que juntos iniciamos aquella gira, buscando, al bajarnos del autobús y tras una paliza de largas horas de traqueteo, alguna pensión  barata, por lo general recomendada por uno de los compañeros más experimentados, o alguna fonda fiable para comer, cosa en la que los técnicos eran auténticos expertos. Eso de las giras lo tenían ya muy trillado.
En el ayuntamiento de Santiago de Compostela
con el inevitable retrato del Generalísimo Franco al fondo
Fueron muchas las plazas que cubrimos en aquella primera parte de nuestro tour  y en todas, Pontevedra, Vigo, Orense, Santiago de Compostela,  autoridades, público y crítica nos  recibieron con entusiasmo.   Pero es de  Santiago de donde guardo los contrapuestos sentimientos de admiración e indignación que me provocó la visita, guiada por el señor alcalde, letrado Paz Sueiro, a los tesoros escondidos en las entrañas de la suntuosa catedral.

Frente a la Catedral de Santiago de Compostela

No podía evitar pensar en la  miseria  que  una ínfima parte de tanto oro, piedras preciosas y obras de arte, podían mitigar en una España aún llena personas que vivían situaciones de total precariedad. Nunca había entendido las incoherencias de la Iglesia Católica pero  en esa ocasión pude aquilatar su magnitud.

Allí  tuvimos la fortuna de conocer a un personaje maravilloso: Carlos Luis del Valle Inclán, hijo del afamado autor.

La misma noche del estreno de Águila de Blasón,  don Carlos convocó a la compañía para que asistiera tras la última función ( !en aquella época hacíamos dos diarias y  los siete días de la semana¡), a una “queimada” en plena campiña, rito típico de Galicia desde el Medioevo, acariciados por la luz de la luna y con pronunciación de conjuro incluido. 



A pesar del frío y el cansancio fue una experiencia sublime. Un momento en el cual ese 50 por ciento de sangre celta que trasiega por mis venas, se unió a las “meigas” invocadas y danzó alrededor de la gran fogata y de aquel recipiente de barro donde la bendita "queimada"  bullía sin cesar y en apariencia sin mermar, como si los dedos invisibles de las brujas que habitaban ese bosque lo rellenaran de continuo. Fue una noche de ensueño por la cual, al día siguiente, muchos pagamos con la consecuente resaca. Por la mañana me contaron  que  el líquido ardiente que habíamos bebido de aquella olla cubierta de azules y bellísimas llamas  estaba compuesto de orujo, azúcar, cáscara de limón y granos de café. Sin duda, una pócima mágica.
 En casa de don Carlos del Valle Inclán. (Marcado con una flecha)

El día de nuestra despedida,  Carlos Luis del Valle Inclán tuvo el detalle de invitarnos a Jesús, a mí y a unos cuantos más de la compañía a visitar su casa y allí  estuvimos, casi hasta la hora de la función, escuchando  anécdotas y viendo fotos de su padre.



Aquella  etapa  gallega fue placentera e ilustrativa pues, aparte de las magnas recepciones de las que éramos objeto, del descubrimiento de gentes y monumentos esplendorosos,  los viajes, entre plaza y plaza eran bastante cortos. Momentos mucho más terribles llegarían cuando, a las tres de la mañana, tras el arduo trabajo teatral, hubiésemos de recorrer cientos de kilómetros en aquel autocar, desprovisto de cualquier comodidad, hasta llegar a la próxima ciudad concertada.

Toda esa primera parte de la gira está llena de  hermosas y hospitalarias ciudades gallegas que recuerdo con amor.  ¡Salvo aquel  Orense  inolvidable! Esa ciudad donde la vida clavó de nuevo  en mi pecho un puñal cuyo dolor me parecía imposible de soportar.  La ciudad en la que mi Jesús y yo hubimos de separarnos.


 La Segunda Campaña Nacional de Teatro. (2)





En Orense, la máñana de nuestra separación

Y entonces, nuestra peor pesadilla se hizo realidad. Sucedió en Orense, el mes de noviembre de 1969.   Puede que sea   cierto el viejo refrán de que “guerra avisada no mata soldados”, pero  en nuestro caso no lo fue. Yolanda y Jesús, los dos aguerridos y entusiastas soldaditos del amor, quedaron destrozados, aplastados por la inevitable separación. Jesús dejó la gira  para comenzar el servicio militar obligatorio en Madrid.  Ahora tocaba, por más que a dos pacifistas como nosotros el hecho nos repateara, “servir a la patria con las armas”.   El día de aquel adiós, que debía durar veinte meses, cien vampiros hubieran podido intentar chuparme la sangre sin lograr extraer ni una gota de mi exangüe persona. 

Los compañeros-amigos fueron un sostén inestimable. Sobre todo Juan Jesús Valverde, José Hervás, Julia Tejela  y Emilio Berrio, Esther Farré y Carlos Canut, con los que habíamos tenido una relación más cercana,  se empeñaron hasta el agotamiento en hacerme más llevaderos los días iniciales de soledad y angustia. Las “primeras figuras”, por supuesto, existían en otra dimensión y demostraban con claridad que nuestras vidas pasaban desapercibidas para ellos .
Maruchi Fresno

Con la magnífica excepción de Maruchi Fresno. ¡Qué entrañable personaje! Conocida entre los profesionales con el apodo de La reina santa, a consecuencia de una película del mismo nombre que había rodado, dirigida por Rafael Gil, muchos años atrás, sus maneras nobles y su dulce y generoso carácter la hicieron merecedora, “per sécula”, de ese título. De buena familia pero aquejada del virus del teatro, siendo muy joven había contraído un desgraciado matrimonio con el director teatral Juan Guerrero Zamora. Nadie comprendía esa unión entre un ser tan espiritual y otro carnal hasta la médula. Aquello estaba destinado al fracaso. En alguna de nuestras conversaciones durante la gira ella me aseguró estar aún enamorada de ese conflictivo ser, a pesar de lo sufrido durante la convivencia y del tiempo que ya llevaban legalmente separados. (En aquellos días no existía el divorcio).

Tal vez por esa nostalgia del ser amado que ambas compartíamos,  nos buscábamos con frecuencia para compartir estados de ánimo. El día de la partida de Jesús, Maruchi me hizo un regalo de una ternura  inolvidable: un libro anónimo  que había encontrado en una librería “de usado”, y cuyo contenido era, como su título indicaba, ingenuas, sencillas y tiernas “Cartas de amor”.  Entre los muchos recuerdos que guardo de esa mujer tan rica en matices hay uno que sobresale por su originalidad: durante nuestros interminables viajes en autocar por las depauperadas carreteras españolas de la época, solo teníamos permitido hacer una parada y la  aprovechábamos  para vaciar las sufridas vejigas y para tratar de ser atendidos, en la barra de algún restaurante-bar de carretera, por el único camarero que a esas horas de la madrugada solía llevar el lugar. Una manada de joven ganado bajaba entonces en tropel del autocar para intentar cubrir sus necesidades y estirar las piernas.

En una de esas ocasiones, siendo alrededor de  las cuatro de la madrugada, con una temperatura exterior de cero grados y mínimamente superior en el interior de nuestro transporte, en esa única parada  la troupe en pleno nos abalanzamos sobre la barra, asaeteando al pobre camarero con gritos de “¡un café con leche!”, “¡un chocolate caliente”, “¡un bocadillo de tortilla calentito!”. Tal era el griterío que las peticiones eran casi ininteligibles. A mi lado, Maruchi, alzando un delicado  dedo de su blanca mano intentaba llamar la atención del camarero inútilmente. El vocerío era impenetrable. Su actitud demasiado comedida. Así que, con la intención de ayudarla, le pregunté qué es lo que intentaba pedir a lo que me respondió, con su educadísima voz, “un orujo, hijita, un orujo, a estas horas de la madrugada, siempre un orujo”.  A gritos   logré conseguírselo .

Ver a  esa sutil criatura saborear la fortísima bebida alcohólica de más de 45 grados mientras la jauría de lanzados jovencitos devoraba sus croisants a la plancha, sus bocadillos de chorizo frito, sus cafés con leche y sus ardientes chocolates con churros fue una imagen inolvidable. Y aquello sorprendía aun más ya que   durante el día nadie la vio jamás ingerir alcohol. Así que, a partir de aquella madrugada, en nuestras tan ansiadas paradas en bares de carretera, Maruchi y yo nos convertimos en una pareja inseparable, ambas codo con codo y  apoyadas en la barra, yo con mi vaso de leche caliente y ella con ese orujito que  le pedía y ella saboreaba con delectación.

Pero volviendo a la condena a la que Jesús y yo nos vimos sometidos, he de admitir que no fue tan terrible como esperábamos. Al haberse presentado voluntario a la mili  tuvo la opción de escoger un destino cercano a Madrid. Terrible en cambio era el caso de pobres pueblerinos, moradores de la "España profunda” que, al ser sometidos al sorteo de destinos, eran desplazados  a Melilla, Ceuta, El Sahara o, cuando menos, a cientos de kilómetros de sus casas y familias. O de esos otros que se veían forzados a abandonar los estudios y los trabajos con los que ayudaban a la manutención familiar. La mili fue y sigue siendo un tema muy controvertido.

Aunque Jesús nunca tuvo grandes problemas durante su servicio, era de dominio público que cosas terribles ocurrían. Crueles abusos de poder, accidentes mortales con armas de fuego en manos de ineptos, y hasta suicidios de jóvenes sensibles que no habían sido capaces de soportar la implacable dictadura que implica el militarismo.  La milicia obligatoria fue abolida, tras doscientos años de estar en vigor, el 31 de diciembre del 2001.
Ante el Puente Romano y La Casa de las Conchas.
 Zamora y Salamanca

Y la larga campaña Nacional continuaba. Fueron infinidad las ciudades recorridas y dignas de  admiración las bellezas naturales y arquitectónicas que descubrí en  España. Costas bravías, como las de Cantabria o Asturias, playas casi tropicales como las de Alicante, Andalucía o Castellón, zonas de vegetación umbría como las de Galicia o Euskadi contrastando con otras desérticas, como las de Almería, elegida en esos años por los italianos para rodar sus “espagueti westerns”... Y luego estaban las Islas Canarias, tan parecidas a Cuba  en el hablar de sus gentes y en su flora. En fin, que una polifacética España mostraba ante mis ojos bellezas que no lograban atemperar la nostalgia por mi familia, por Cuba y, ahora también por Jesús. Sin embargo, algo con lo que no contábamos en el momento de su partida, los permisos militares, hicieron a la vez más soportables y más terribles los meses de separación.

En Alicante

Maravillosas eran sus llegadas pero desoladoras sus partidas.  Tres veces, durante esos seis meses de gira, tuvimos la oportunidad de compartir cama y vivencias durante unos días que  se nos hacían demasiado cortos. Verlo irse de nuevo se convertía en una experiencia siempre  traumática.

Tan solo el arduo trabajo teatral me recompensaba. Eso y las múltiples anécdotas que me aportaba el diario vivir. Por ejemplo aquella noche en que, durante la representación de Águila de Blasón, tras pisarme los largos faldones del vestido que llevaba, perdí el equilibrio y me precipité desde el primer piso del decorado hasta el escenario, dando una vuelta de carnero en el vacío y yendo a parar, para mi sorpresa sentada con donaire sobre el suelo del escenario. El público, no sé si creyendo que era parte del montaje o como paliativo a mi vergüenza, prorrumpió en un cerrado aplauso. Por fortuna solo mi amor propio resulto herido. Nada más terminar la función el representante de compañía, Carpena, entró en mi camerino y me comunicó que, dado el éxito obtenido, Marsillach me pedía repetir el acto cada día. Naturalmente aquello era solo una broma. 
En Córdoba y en Sevilla, ante la Giralda

En Después de la caída me sucedió algo sorprendente y muy desagradable. Ya he comentado que en esa obra tenía a mi cargo el papel de Olga, un hermoso personaje torturado por sus recuerdos del tiempo pasado en un campo de concentración nazi. Mi escena estrella consistía en un conmovedor monólogo de muchos minutos durante el cual relataba a Quintín (Luis Prendes) mis dolorosas experiencias. Marsillach la había montado  centrando toda la luz sobre mí y dejando a Prendes de espaldas al público y en penumbras.



Aquella era una escena muy difícil que precisaba gran concentración y yo, como es natural, buscaba a menudo el apoyo en los ojos de mi compañero. Ojos que en realidad nunca estaban ahí. Es decir estaban pero no estaban. En una ocasión, para mi total desconcierto, vi a Luis salir del escenario en medio de mi monólogo y encenderse  un pitillo entre cajas, dejándome sola y abandonada ante el “respetable”. Actitud inexplicable en un compañero. Nunca le dije nada al respecto pero alguien debió hacerlo pues el hecho no volvió a repetirse.
Terele Pávez y yo

Mucho más divertida fue mi anécdota con Terele Pávez, convertida desde entonces en un chascarrillo en el mundo del teatro. Tras uno de esos agotadores viajes de cientos de kilómetros y ya en  nueva plaza, Terele y yo nos cruzamos una mañana en la calle, de camino al teatro. Habíamos llegado a la ciudad siendo casi mediodía  y en el proceso de encontrar alojamiento se había hecho la hora de comer.  Hacía dos noches que no catábamos una cama. Sin duda en aquellos momentos estábamos ambas hechas unos “zorros”, así que intentado hacer una "gracieta" le dije, “hombre, Terele Pávez ¿cómo estás?”, a lo que, en uno de esos prontos que la caracterizaban me respondió llena de furia, “¡pues anda que tú, hija de puta.!” Sin duda ella convirtió las interrogaciones de mi pregunta en signos de admiración y está claro que no suena lo mismo un ¿cómo estás? que un ¡cómo estás! La riqueza del énfasis.
La cuestión es que, casi sin darme cuenta, ya estábamos en 1970. Las fiestas navideñas habían pasado casi desapercibidas, lejos de Madrid, de Jesús y de mis nuevos amigos, trabajando cada día en alguna distante y bella ciudad española. Al Grupo Teatro 70, montado tan solo para la campaña, ya le quedaba pocos meses de vida, con lo que eso conllevaba de tristeza y a la vez de alivio. Seis meses de ajetreo, casi la mitad del tiempo en la carretera, era algo agotador.

Haciendo malabares lograba que mi sueldo de 700 pesetas me diera para vivir  y hasta que quedara lo suficiente para enviar a Madrid la parte que me correspondía en los gastos de aquel apartamento al que Carlos Rodríguez, José Escarpanter, Carlos Álvarez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos habíamos mudado en agosto del 1969.  Afortunada decisión  pues el tiempo pasado en aquella “comuna” resultó   uno de los más felices de mi vida y hay muchas cosas interesantes y divertidas que contar sobre esa etapa.


  Una comuna en la época franquista.



Era increíble que en tan solo seis meses hubiese olvidado la decrepitud  de aquel ascensor de madera y cristales y su desesperante lentitud. Tras marcar el cuarto piso  el ritmo del vetusto y estrecho artefacto me hicieron sentir que no iba a llegar nunca. Al fin, sumida en el amodorramiento del cansancio, aferrada  a esa pesada maleta que me había acompañado durante toda la Segunda Campaña Nacional de Teatro, el salto producido por  el brusco y habitual frenazo  me anunció la llegada a mi destino;  el cuarto piso, letra  D del número ocho de la calle Fuente del Berro en Madrid. “La Comuna”.

 Miré mi reloj de pulsera adquirido en Canarias durante la gira y vi que eran las cinco y media de la madrugada. La alegría de regresar se mezclaba con la prematura nostalgia por los escenarios y los compañeros, produciéndome  un marcado aturdimiento. Con esa sensación salí del ascensor. Con esa misma sensación busqué la llave en mi bolso, la introduje en la cerradura y noté como giraba con una facilidad en la que demostraba su alegría al darme la bienvenida.  Y tras un suave empujón la puerta se abrió . Al fin estaba en casa, aunque en ella no me esperaba Jesús, que aún hacía la mili y dormía en el campamento. Yo  no quería despertar a los compañeros, así que mi  intención era atravesar en silencio el pasillo que conducía a nuestra habitación y allí esperar que los amigos fuesen despertando para dirigirse a sus trabajos mañaneros. Pero la cosa no iba a ser tan fácil.

Al abrirse la puerta, el rostro de una mujer desconocida, vestida con un largo camisón y rulos en la cabeza, me miró con sobresalto. Lo próximo que recuerdo es  oír mi voz diciendo “ay, perdóneme” y recular dando  un portazo. Permanecí con mi mano en el picaporte unos segundos que me parecieron eternidades, paralizada.   Sin duda me había equivocado de puerta, pero una D de cobre clavada sobre la madera decía lo contrario. Entonces me había equivocado de piso. Miré a mi alrededor pero el letrero sobre la pared decía con claridad CUARTO. Llegué incluso a contemplar la posibilidad de que, en medio del cansancio y el aturdimiento, hubiese entrado en otro edificio. 

Estaba totalmente desconcertada cuando la puerta se abrió de nuevo y de la boca de aquella mujer salieron estás palabras, “hola, Yolanda, no te asustes, no te esperábamos hasta más tarde. Soy Marujita Calvo, mi marido y yo estamos de paso por Madrid y Carlos Rodríguez nos ha ofrecido quedarnos en tu habitación hasta que regresases. La cuestión es que nos has cogido desprevenidos. Déjanos un ratito para acabar de recoger nuestras cosas y desalojaremos tu cuarto.” Así que, aún bajo los efectos del sobresalto,  aguardé sentada en el salón mientras la casa se iba despertando con gritos algo somnolientos de “¡qué alegría de verte!”, “¡pero qué guapa estás!”, o “¡cuántas cosas tienes que contarnos!”
Maruja Calvo

Y esta es la narración de algo que, durante nuestra convivencia en la comuna se repetiría, con algunas variaciones, infinidad de veces. A Marujita por supuesto la conocía de Cuba ya que pertenecía al grupo de artistas españoles adoptados por aquella generosa isla, como Ana Lasalle, Adela Escartín o yo pero no la había identificado tras su logrado disfraz de ama de casa. Esa mañana ella y su marido se fueron pero muchos cubanos más llegaron, algunos pernoctando durante días, recién arribados y buscando donde ubicarse, otros tan solo acudiendo para los frijoles negros o las “timbitas”, es decir, en busca del alimento que, como buenos exiliados, no podían pagarse. Y todo esto porque mi querido amigo Carlos  se dedicaba, en sus horas de asueto, a recoger a todo cubano con cara de exilio que encontraba vagando por la inmensa ciudad que es Madrid.

También recibíamos con regularidad a un grupo selecto y variado de visitantes que participaba en  nuestros “saraos nocturnos”. En ellos, todos en círculo y la mayoría sentados en el suelo nos pasábamos,  como si fuese la pipa de la paz, una enorme copa de cristal llena de brandy del más barato, celebrando  así el milagro de estar vivos. En esas tertulias se hablaba de lo humano y de lo divino.

Gloria Fuertes, José Bergamín y Carlos Miguel Suárez Radillo

Por allí pasaron intelectuales como José Bergamín y Gloria Fuertes, grandes poetas españoles, el escritor Suárez Radillo (aún conservo con amor libros dedicados por estos personajes), el cineasta Roberto Fandiño, la inolvidable soprano Sara Escarpanter… Y parte importante eran  los “adictos” como José María Salmerón, veterinario, Gustavo del Valle Carral, pintor, Charles, psiquiatra del equipo de López Ibor, Pepe Hervás, el actor que durante los meses de gira se había convertido en mi mejor amigo, así como cualquier eventual que por allí se descolgase o fuese la súbita aportación de algún inquilino fijo. Así era aquella maravillosa casa de locos.


Sara Escarpanter
Foto extraída de
vivalavoz.ne
Fueron muchas las historias que estos entrañables personajes protagonizaron, algunas tan divertidas que merecen ser narradas en otro capítulo. Y es que el tema de aquella comuna en la España franquista podría dar  para infinitos folios de divertida escritura.
Roberto Fandiño

Memorables solían ser las disertaciones de los intelectuales que nos visitaban, como también lo eran las discusiones de Hervás, que se proclamaba comunista, con Fandiño, ese cubano tan culto e informado, y en las cuales mi pobre amigo actor quedaba siempre a la altura del zapato. Pero durante este gran mejunje la sangre jamás llegó al río y la madrugada solía terminar entonando a coro, pero a media voz, para molestar lo menos posible a los vecinos, La guantanamera, Asturias patria querida o algo por el estilo.

Tan solo un problema tuvimos en aquella época. Y no fue moco de pavo. La inquilina del apartamento colindante..

En pérfida venganza matutina, esta anciana mujer, además de poner a las 7 de la mañana a todo volumen en  la radio un programa de Zarzuela que casi nos hizo detestar el género, llegó a hacer algo mucho más peligroso para ese convulso 1970 en el que las reuniones de más de cinco personas estaban prohibidas por ley; nos denunció a la policía por escándalo y reunión ilegal. Pero con tal mala suerte para ella que el joven policía que acudió a investigar llegó en una noche de relativa calma y, tras ser agasajado con una “timbita”, (para el que no lo sepa, pasta de guayaba entre dos galleticas), y un vasito de jugo de guanábana que alguien había encontrado en un supermercado y aportado a la “comuna”, terminó entablando con nosotros una grata conversación y, como era inevitable, haciendo preguntas sobre Cuba.  “Allí tengo un tío al que le han quitado una tienda en Belascoaín y, además, ahora no le dejan salir”, nos contó. Así que nos hicimos amigos y más de una vez acudió a nuestras tertulias, por supuesto vestido de paisano. Esa fue la condición que le impusimos. Es bien sabido que los uniformes siempre coartan y nosotros  éramos, sobre todo, espíritus libres.

El caso es que la Doña Vecina había ya denunciado a todo el edificio por una causa u otra y en  la comisaría del barrio estaban hartos de ella. Hasta tal punto debía ser insoportable la convivencia  con esa señora que tenía  como mascota una tortuga suicida empedernida. El pobre galápago, cada dos por tres se arrojaba desde el balcón a la calle y más de una vez hubimos de recogerlo en la acera, patas arriba y boqueando. Entonces le reparábamos el destrozado caparazón con esparadrapo y, con la mejor de nuestras sonrisas, se lo devolvíamos a su dueña que  nos lo agradecía con un gruñido y un sonoro portazo.

En aquellos días era corriente oír a algún compañero de trabajo despotricar, en la calle o en alguna cafetería,  sobre la “terrible dictadura franquista”. Al principio intenté hacerles comprender que lo que en España se vivía  era una “dictablanda” en comparación con lo que el pueblo cubano llevaba años soportando, que sin duda Franco había sido, y era aún, un dictador pero que, por ejemplo,  en la isla nadie se atrevería a criticar a Fidel en público y los que lo hacían  sencillamente desaparecían.


Cierto que aquí  existía represión, que quien era llevado a la Dirección General de Seguridad, sita en la Puerta del Sol de Madrid, sabía cuando entraba pero no cuando o como salía, que con frecuencia a los peatones se les obligaba a  presentar sus papeles de identidad, que la censura "estrangulaba" aún a autores y actores, pero que todo eso no podía compararse con la represión y falta absoluta de respeto a los derechos humanos que reinaba en Cuba. Yo intentaba hacerles ver que por muy dura que fuese una dictadura de derechas jamás se podría comparar con una de izquierdas, pues en la primera siempre tenías la opción de ser neutral.  Pero ni me creían ni querían hacerlo. Había una sublimación incomprensible a todo lo que tuviese que ver con el castrismo.

La cuestión es que, a pesar de los gratos momentos vividos en la “comuna”, al poco tiempo mi sangre y mi bolsillo añoraban los escenarios.

Una tarde llamó a la puerta el más estrafalario personaje que imaginarse pueda. Altísimo, desgreñado y desarrapado, nuestra primera impresión fue que se trataba de un mendigo y quedamos boquiabiertos cuando, con gran educación,  le oímos decir desde el umbral; “señorita Farr, la vi trabajar en Badajoz y decidí que en cuanto terminase su gira me pondría en contacto con usted para ofrecerle ser la protagonista de mi próximo proyecto, Un sereno debajo de la cama. Y aquí me tiene, libreto en mano”. Aquello parecía de cachondeo. Con toda la cortesía que me fue posible le contesté que tenía algún que otro proyecto pero que sopesaría su oferta y le contestaría en una semana- Confiaba en que se le pasase el arrebato  y me dejara en paz, pero, al mismo tiempo, me daba lástima aquella figura tan parecida a la del Quijote en sus peores momentos y no quería ser ruda con él. Por supuesto no había ningún otro proyecto para mí, Por desgracia. Ni lo hubo en los próximos días.

Una semana más tarde, habiendo leído la obra, cuando el individuo en cuestión, Cecilio de Valcarcel, se presentó con su desafortunada imagen  en la puerta de la casa, yo ya había tomado una decisión. 



Bolos de ida y vuelta y algunas verduras.


Durante la semana que le había ofrecido de plazo a Cecilio Valcárcel para darle una respuesta y viendo que nada nuevo surgía para mí en la profesión,  lancé a dos “detectives” con el encargo de que me averiguaran quién era en realidad ese estrafalario ser; a Gianini, el “Representante de Artistas” que había sido mi ángel protector durante casi un año y que seguía siendo mi amigo,  y a mi compañero de la gira Pepe Hervás. Para mi sorpresa, por ambos lados me llegó una información tranquilizadora. Valcárcel era un individuo dedicado al teatro desde el año 50. En un principio había sido un director muy respetado en Madrid, montando obras de prestigio con importantes actores. Incluso llegó a crear un grupo llamado Teatro del Arte.  Pero a mediados de los sesenta el hombre se perdió  entre una selva de ausencias, silencios y sombras impenetrables. Algunos lo achacaron a conflictos sexuales, otros a graves desavenencias con el régimen, llegando a especularse sobre una depresión y un intento de suicidio  que lo habían convertido en lo que ahora era; un personaje maldito al que todos rechazaban y del que la profesión huía.

Cecilio Valcárcel y yo en Un sereno debajo de la cama
La cuestión es que, pese al nefasto título de la obra, Un sereno debajo de la cama, acepté su oferta. Los ensayos transcurrieron sin novedades. Puesto que se precisaba un primer actor, recomendé, y fue aceptado, a Pepe Hervás, quién también estaba parado. Así los papeles principales estaban bien cubiertos. Pastora Peña, la "genérica", había sido una actriz muy solicitada y seguía siendo una gran cómica. Su hija, Pastora Mejías, que hacía la "damita", cumplía su cometido y, para sorpresa de todos, Cecilio, que se adjudicó el papel de sereno, construyó un personaje, basado principalmente en su estrafalario físico, que resultó de una tremenda eficacia. Tan solo verle entrar en escena con el “chuzo” típico de su oficio en la mano provocaba hilaridad en el público.


( En aquellos tiempos el sereno era un empleado  del ayuntamiento encargado de velar por la paz nocturna y, sobre todo de abrir esos portales que, a partir de las diez de la noche, permanecían  cerrados por obligación. Ya que muchos de los moradores de la ciudad, siendo solo realquilados o huéspedes, no poseían las llaves de los mismos, este personaje, gracias a una propina, se encargaba de su apertura. Durante muchos años fueron notorios los gritos en la noche madrileña  de, “¡sereno!” y las más o menos raudas respuestas de “¡va!”. El chuzo era una especie de larga porra, única arma que  portaban para  su protección y con la que amedrentaban a los pusilánimes cacos de aquella época).

El 10 de mayo del 1970 debutamos en el teatro Cervantes de Málaga. ¡Nada más y nada menos que en Málaga, donde residía la familia de Jesús que, muchos meses atrás, nos había “desheredado”!  Pensar que me verían trabajar por primera vez en una obra con tan poca clase me provocaba un gran desasosiego aunque ellos ya me conocían en persona, gracias a una visita que les había hecho algún tiempo atrás. 
Con la familia de Jesús.
De izquierda a derecha su hermana Meli, su madre Carmen, su hermano Salvador, Jesús, yo y Jesús padre.


La cuestión es que, plaza donde trabajábamos, público satisfecho y hasta, para mi sorpresa, buenas críticas. Tal era el éxito de Un sereno... que, aunque llevábamos otra función de Antonio Paso, Cómo conquistar al marido, tan solo la pudimos representar dos veces en todo el tiempo que duraron los bolos, pues los empresarios pedían "esa otra divertida en que sale un sereno con un chuzo y la actriz enseña las piernas".   

El hecho de que actuáramos con el sistema de un día aquí y días más tarde allá, no era un problema para mí. Las idas eran suficientes como para cubrir las necesidades económicas y las constantes vueltas me permitían regresar a los brazos de Jesús y al gozoso ambiente de la “comuna”.

En los seis meses que estuve en la compañía muchas cosas sucedieron, algunas divertidas y otras  desastrosas. La "damita" fue sustituida dos veces. Alberto Crespo, el “galancete” que inició con nosotros la gira tuvo una gran discusión con Cecilio y se largó, dejándonos colgados para la próxima fecha que era tan solo tres días después. Entonces apareció en nuestra vida Cesáreo Estévanez. Cuando nos lo presentaron Pepe Hervás y yo casi morimos del susto. ¡Era angustiosamente tartamudo! Hicimos un par de ensayos con el corazón en un puño. 

En la destartalada ranchera de Cecilio, que era el medio de transporte de toda la compañía (siete personas apiñadas en los asientos y el escaso decorado en el maletero y en la baca), fuimos hasta Valencia repasando el texto con el debutante.  Todo lo cual hizo aún más tremenda nuestra sorpresa al advertir que, en el momento de subirse al escenario,   desaparecida del todo su tartamudez, su actuación resultase estupenda. Uno de los milagros del teatro.

La llegada a las ciudades o pueblos era  digna del  cine de los Hermanos Marx. Debía ser un espectáculo para los viandantes ver bajarse de ese vehículo, que sin duda era de goma, a siete figuras con sus correspondientes bolsas de mano y tras eso advertir como se descargaba de la baca un paquete conteniendo un telón de fondo y los  forillos,  el bastidor de una cama y un colchón. Ese era todo el decorado que transportábamos. El resto de la utilería, unas sillas, una mesita y algunos adornos, se buscaban en la plaza, ya pidiéndolo prestado a cualquiera de los organizadores. o  yendo de casa en casa solicitando ese original préstamo. Y de todo esto se ocupaba nuestro regidor y “chico para todo”, un señor de Tudela llamado Pedro, un amante del teatro dispuesto a pasar por cualquier vicisitud con tal de estar en ese adictivo ambiente.

Y fue gracias a él que logramos solucionar el mayor problema que surgió durante la gira.

José Hervás, Cecilio Valcárcel, yo y
nuestro "chico para todo" Pedro.
Una tarde, hallándonos ya todos en el teatro y el "casi decorado" montado, nos dimos cuenta de que no habíamos visto a Valcárcel desde nuestra llegada. Como la hora de la función se acercaba y el teatro estaba todo vendido, nos lanzamos en pleno a buscarle. Inutilmente. Cuando, ya desesperados, acudimos a la comisaría de policía nos comunicaron que el hombre estaba detenido. Lo habían pillado en las afueras del pueblo, dentro de su ranchera y  en situación muy comprometida con un joven de la localidad. Por más que rogamos su liberación, con nuestras más depuradas actitudes histriónicas, nos aseguraron que hasta al menos el día siguiente no lo iban a soltar. Entonces le dijimos al desagradable policía que nos atendía que tendríamos que suspender la representación, ya que Cecilio era el protagonista. La respuesta fue apabullante; “pues incurrirán ustedes en la falta de escándalo público, con multa y encarcelamiento incluido. No se puede suspender un acto sin notificarlo a la comandancia veinticuatro horas antes”: El individuo ni siquiera intentaba disimular la satisfacción que esto le provocaba.

Salimos de allí sumidos en la más tremenda angustia, ¿qué íbamos a hacer?  De pronto, la voz de Pedro nos sacudió como un rayo; “yo me sé la obra de pe a pa. Yo puedo hacer  del sereno.” Y así fue. Bueno, casi fue. No quiero recordar esa noche. Por supuesto Pedro no se sabía la obra  ni por asomo y nos pasamos toda la función diciendo parte de sus textos y empujándolo con disimulo para que estuviese en la posición adecuada. Pero salimos del apuro, en este caso gracias a uno de esos forofos del teatro que, por aquellos días, aún se encontraban.  Otro milagro teatral.

La moral del grupo se fue deteriorando a partir de ese momento. Ya no nos fiábamos de Cecilio Valcárcel.




Mientras estuvimos en su compañía pudimos decir, remedando al Tenorio, "yo a los castillos subí, yo a las cabañas bajé..." Hoy estábamos en importantes ciudades como Bilbao o Vitoria y dos días después en pueblos que ni siquiera figuraban en el mapa. Lo mismo actuábamos en grandes  salas del prestigio del Principal de Valencia o el Álvarez Quintero de Sevilla que en antros que eran lo menos parecido a  teatros, como aquella vez que hicimos la función en los escasos dos metros que quedaban delante de la pantalla del único cine del pueblo. En otra inolvidable ocasión, al no disponer de camerinos el local de turno, hubimos de cambiarnos en un pajar cercano de donde salimos rabiando  por los picores que nos produjo el maldito "piojo de las gallinas". La consecuencia fue una semana de antihistamínicos y alcohol alcanforado.

Tras seis meses de bolos, agotada de tanta ida y vuelta y tanta desorganización me despedí y conmigo lo hicieron Hervás y Cesáreo, por lo que la compañía se disolvió.   Los tres habíamos llegado a la conclusión de que mientras estuviésemos fuera de Madrid nadie nos iba a contratar para futuros montajes, por lo tanto, a pesar de los insistentes ruegos de nuestro director y primer actor, abandonamos la empresa. (Poco tiempo más tarde yo volvería a ser objeto de las urgencias de Cecilio Valcárcel y su Un sereno debajo de la cama)

El regreso a la comuna fue gratificante para mí. Las anécdotas se sucedían y tanto las nuevas como el recuerdo de las ya vividas, alimentaban cada día el fuego de nuestra felicidad.  Anécdotas, a veces algo verdes,  como las que pasaré a contar  en el próximo capítulo.


…y ahora, algunas “verduras”. (Segunda parte).


Fotografia JesusAlcantara
Yolanda Farr. Foto Jesús Alcántara
Gustavo
Gustavo era un mocetón hermoso y con una vitalidad desbordante, muy cubana,  que se había unido en cuerpo y alma al grupo de los “adictos”. Un día apareció  por la “comuna” como invitado y a ella se adhirió con vehemencia. Estudiaba pintura en la Academia de Bellas Artes San Fernando de Madrid . Tavi, como gustaba ser llamado, era poseedor de una particular mezcla de sexualidad y candidez que lo hacía encantador. Un viernes llegó a casa, lleno de entusiasmo, diciendo que había encontrado a alguien maravilloso, y que ambos habían decidido pasar el fin de semana de camping-luna de miel. Estaba de tal manera exultante que se podían oler las feromonas que exhalaba. Sin embargo, el siguiente domingo muy de mañana nos sorprendió tocando a la puerta... Su rostro entristecido y su actitud apagada nos hizo pensar lo peor. Algo terrible tenía que haberle pasado durante su aventura campestre. Como era de esperar tan solo tardó unos minutos en relatarnos lo ocurrido. “Muchachos, estoy muy preocupado. Ya sabéis con qué entusiasmo inicié esa aventura. Pues bien, el resultado fue nefasto. ¡La primera noche solo me fue posible completar la faena siete veces seguidas! Eso está muy por debajo de mi marca, así que, deprimido y avergonzado, volvimos a Madrid esta mañana. Sin duda, algo muy malo me está ocurriendo.” Y no bromeaba. Estaba realmente acongojado. Por supuesto todos rompimos a reír.

El domingo continuó entre traguitos y consuelos. En un momento determinado nos dijo que necesitaba ir al baño a “cambiarle el agua a los pajaritos” y a su vuelta se me ocurrió hacerle una broma que lo marcó para el resto del tiempo que duró nuestra relación: “Gustavo, espero que hayas tenido cuidado al sacudírtela pues, como habrás advertido, nos tienes el  techo  del baño todo desconchado”.  A partir de ese jocoso momento, todo lo relativo a la potencia y dimensiones de su pene fue para los miembros de la comuna, él incluido, motivo de chanza y exageración. Y quedo apodado, desde entonces,  como "rompe techos".

Salmerón

Mi amigo Salmerón, de profesión veterinario, formaba parte de los asistentes a nuestros “saraos nocturnos” y, por su bonita voz y su afición a cantar,  era la persona a quien más se oía durante la  descarga de canciones que servía de apoteosis a nuestras reuniones.
José María Salmerón y yo


A pesar de que debía estar a las 6 de la mañana en la empresa de recogida de basuras donde   trabajaba hasta que pudiese revalidar su título de veterinaria, era siempre el último en abandonar la casa. Una noche en la que aquella gran "copa de la paz", de la que hablo en mi capítulo anterior, había sido rellenada y vaciada de brandy varias veces, Salme se puso bastante “malito”. Se  había pasado con el alcohol y a las 2 de la mañana nos dimos cuenta de que muy difícilmente iba a poder integrarse a su trabajo si no dormía aunque fuese un par de horas. Así que decidimos ponerle en un taxi tras colocar en sus calzoncillos, con el fin de espabilarle, una bolsa de plástico transparente llena de cubitos de hielo. Un rato más tarde, cuando el apartamento dormía el “sueño de los justos”, me despertó el estrépito del timbre del teléfono. Salté de la cama como empujada por los demonios,  con el eterno temor a que ese aparato me comunicara malas noticias de mis seres queridos  en Cuba. Entonces oí una voz casi irreconocible por la angustia que me decía; “Yolanda, he ido a orinar  ¡y se me está cayendo el pellejo de los huevos!” Tardé unos segundos en reaccionar. De pronto se hizo la luz en mi abotagado cerebro. “Tranquilo, amor, no es que se te caiga el pellejo, es la bolsa de plástico que Carlitos y yo te pusimos antes de irte. Estaba llena de hielo que ya debe haberse derretido, ¿no lo recuerdas?” Esto fue motivo de risas compartidas durante muchísimo tiempo.



Escarpanter


Con José Escarpanter
Pepe Escarpanter era un hombre culto y encantador.  De una seriedad jovial, convirtió en su deber cuidar del resto de la comuna. Era nuestro Pepito Grillo. Había sido profesor en Cuba y tuvo la suerte de lograr serlo también en España. Enseñaba Literatura Hispanoamericana y Teatro Español Contemporáneo en la Universidad Complutense de Madrid. Por supuesto, salvo en ocasiones como las noches en que José Bergamín, Gloria Fuertes o Roberto Fandiño nos visitaban, él no asistía a nuestras reuniones nocturnas. Pero sí estaba  preparado, a la mañana siguiente, con su cafecito o su Alkaseltzer, para ayudar a los damnificados y para disfrutar con los relatos de la noche anterior. Aunque era un hombre serio, también era humano y con muy legítimos apetitos sexuales.

Una mañana nos extrañó no escuchar su grito de “¡muchachos, el cafecito!”.  La puerta de su habitación estaba cerrada y no se abrió por mucho que tocamos en ella. Finalmente decidimos que, para nuestra sorpresa, se había quedado a dormir fuera y cada uno fue encaminándose a su respectivo empleo. Tan solo yo, que en esos momentos estaba entre bolo y bolo con Cecilio Valcárcel, permanecí en la casa.

Un tiempo después oí abrirse la puerta de Escarpanter y hacía allá acudí para saber qué le sucedía. Entonces observé que  caminaba hacia  la cocina con dificultad  y con el rostro descompuesto .“¿Qué te pasa, Pepe, cariño?”,  “Nada, Yola, no te preocupes”, fue su contestación. Como no iba a quedarme con una respuesta tan obviamente falsa insistí hasta lograr que me contara la verdad. Y la verdad era que, la noche anterior, había sucumbido a la tentación de tener un desliz. Su acompañante, persona algo  viciosilla sin duda, le había instado a ponerse en el pene una capa de la pomada  Vick Vaporub, con la pretensión de que aquello le mantendría la erección durante más tiempo. No sé si eso tenía alguna base científica pero el caso es que mi amigo había amanecido con una tremenda y dolorosa inflamación en el prepucio. También en este caso recurrí a la socorrida bolsa de hielo y, por fortuna, en un par de horas su problema estaba solucionado. “¡La primera vez que  me "desmadro" y mira lo que me pasa! Es cierto que en el pecado está la penitencia", comentaba más herido en el alma que en el cuerpo. 

Hervás
Carlitos Álvarez, otro "comunero", yo y, a mi izquierda,
Pepe Hervás

El actor José Hervás había sido, durante los seis meses de mi gira teatral con la Segunda Campaña Nacional de Teatro  (ver Instantánea 61), uno de mis mejores amigos y desde el retorno a Madrid  persona imprescindible en nuestras reuniones nocturnas.  Su juvenil sexualidad, algo altamente tabú en aquellos años de férreo control católico, lo hacía proclive a grandes e instantáneos enamoramientos y su poca “cultura alcohólica” lo convertía en víctima fácil de los nefastos efectos etílicos. Por otro lado una joven y agraciada cubanita había comenzado a frecuentar nuestras “reuniones comunales”. Su larga melena negra, esa dulce forma de hablar tan cubana que arrebata los corazones de los extranjeros, y su bonito cuerpo cautivaron desde el principio a mi querido compañero.

Ella era una de las adopciones de Carlos Rodríguez. (Ver Instantánea 60).  Recién llegada de Cuba, la había encontrado vagando por las tascas de Arcos de Cuchilleros, sola y asustada, y sin siquiera conocerla, la trajo a casa. Eso no era nada sorprendente ya que mi Carlos siempre ha tenido un corazón que no le cabe en el pecho. Hubo un tiempo en el que le dio por ir al aeropuerto de Barajas para apoyar en todo lo que le era posible a los exiliados cubanos que descendían de los aviones de Cubana de Aviación, aterrados y en la más absoluta miseria.


Hasta tal punto llegaba su generosidad que una noche en  la que Jesús tenía pase pernocta en la mili, al volver mi amor y yo del cine a la una de la mañana, hubimos de atravesar el largo pasillo del apartamento sorteando cuerpos de desconocidos, algunos vencidos por el sueño, otros acurrucados y temblorosos, hasta poder llegar a nuestra habitación. Ese día la comuna fue “parada y fonda” para al menos una veintena de cubanos recién llegados y extraviados.


Volvamos a Hervás y a la bonita cubana que lo tenía encandilado. Una noche, al dirigirme a la cocina con el fin de preparar un piscolabis para los presentes, escuché voces en el hall de entrada a la casa. Como  sonaban algo alteradas decidí acercarme a la puerta que comunicaba ambos espacios y averiguar qué sucedía. “Vamos, vente conmigo a mi casa”, decía una voz gangosa a causa de los efectos etílicos. “Ya te he dicho que no Pepe, que no”, le contestaba una  voz de mujer con dulce acento. “No me puedes hacer eso, cubanita”,  dijo de nuevo la voz masculina. “Oye, muchacho, ya está bien. ¡Que no!”. Notando que  el tono de la chica iba ganando en intensidad decidí intervenir y entré al hall justo a tiempo para verla  acorralada contra la cómoda mientras mi amigo le mostraba  un número incontable de preservativos por los que debía haber pagado un dineral, ya que, en aquella época, solo se encontraban en el mercado negro. Las farmacias tenían terminantemente prohibido venderlos. “Mira lo bien preparado que vengo”, alegó excitado Hervás. La escena parecía sacada de uno de esos procaces sainetes que caracterizaban al famoso Teatro Shanghai de Cuba, como recordareis, propiedad de mi señora abuela. (Ver Instantáneas 18 y 19) Supongo que harta de presiones, de forma  ya desesperada, la muchachita contestó; “¡Que no es eso, socio, que lo que pasa es que soy lesbiana!” a cuya afirmación respondió mi amigo de la forma más surrealista que se pueda uno imaginar; “no importa, bonita, yo no soy racista”. Tan solo gracias a la tensión que en esos momentos se respiraba pude contener una carcajada. 

Al día siguiente, cuando comenté a Hervás el suceso me juró, avergonzado,  no recordarlo en absoluto. Y es posible pues a veces el alcohol ingerido se evapora en la cabeza formando una impenetrable niebla de olvido. Seguramente  lo que le sucedió a mi querido y siempre educado compañero fue un ataque irrefrenable de efervescencias juveniles.
El musical Hair

Hair

Nuestro Gustavo, "rompe techos”, se nos apareció una noche en compañía de un personaje muy peculiar. Un joven de larga melena rubia ceniza, alto, delgado  y con un rostro angelical que daba gusto mirar. Se lo había encontrado en una de sus rondas por el “Madrid la nuit”. Al intentar entablar conversación con él descubrió que tan solo hablaba inglés pero, aún así logró entender que el rubio era artista y que estaba vagando por la ciudad más solo que la una. ¿A dónde llevarlo entonces? ¡Pues a la “comuna”, donde sin duda sería bien recibido y, al menos conmigo,  podría conversar en su idioma y recibir la básica información para desenvolverse por la noche madrileña! Pero realmente la información la recibimos nosotros. No era aquella una noche   bendecida por personajes importantes así que, siguiendo el clásico sistema de sentarnos en el suelo formando una rueda y pasándonos la imprescindible copa de brandy, me lancé a la ardua labor de la traducción simultánea. Entonces supe, y comuniqué, que el chico era de Nueva York, que había sido hippie y que en la actualidad trabajaba en un musical llamado Hair. Por supuesto aquello a nosotros nos sonaba muy lejano. La censura, de nuevo la “maldita”, había evitado que en España se conocieran detalles sobre el movimiento hippie, al cual tachaban de sumamente pecaminoso, y tan solo los artistas habíamos oído hablar  de aquel musical, Hair, inspirado en ese movimiento juvenil. Y siempre descrito como algo prohibido y demoníaco. 


A pesar de que se había estrenado con gran éxito en Broadway en el año 67, y de llevar todo ese tiempo con carteles de no hay billetes,  la mayoría  los españolitos de a pie que poblaban este país en ese 1970, no tenía ni idea de su existencia. 

Básicamente Hair contaba con una hermosa música, unos jóvenes artistas sin inhibiciones y  giraba alrededor del pacifismo y del repudio a la guerra de Viet Nam. Ya llevábamos una hora de reunión cuando aquel muchachito me dijo  que  se sentía muy cohibido con tanta ropa encima, que siendo hippie había descubierto la libertad física y psíquica que le proporcionaba el desnudo integral y que si no nos importaba le gustaría pasar  el resto de aquella encantadora velada así, DESNUDO. Hecha la traducción y tras el consentimiento del resto del grupo la noche terminó con una curiosa imagen: un grupo de jóvenes normalmente vestidos entre los que destacaba, con luz propia, un blanco y puro ángel desnudo. Y esto llevado por todos con la mayor naturalidad del mundo. Una nueva experiencia.

A la hora que el muchacho consideró prudencial, nos pidió permiso para vestirse en otra habitación. Decía que hacerlo en público le avergonzaba.  Qué curioso. Después se colocó su chaquetón de flecos, se puso su sombrero y se despidió de nosotros lleno de agradecimiento y llevándose algunas direcciones de clandestinos bares exóticos, pues de todo había en ese Madrid indomable. Nunca más volvimos a verle.

Bien, ya conocéis algunos “pecadillos” de aquella panda de entrañables compañeros y amigos a la que me había reintegrado tras las agotadoras, pero instructivas, idas y venidas con la compañía de Cecilio Valcárcel y su Sereno debajo de la cama. (Ver Instantánea anterior)

Durante toda la gira mi información sobre los acontecimientos políticos o artísticos se había  circunscrito a lo que Pepe Hervás, devorador diario del periódico matutino, me comentaba. 

En marzo, el genial pintor malagueño Pablo Picasso, a pesar de  sus reconocidas ideas antifascistas, había donado a la ciudad de Barcelona 900 obras suyas, las cuales estaban comenzando a llegar para alborozo del régimen.

En abril, Paul McCartney anunció la disolución definitiva del grupo “Los Beatles”, causando la desesperación de sus infinitos fans.

En agosto, en la isla de Wight, Gran Bretaña, se había celebrado un apoteósico festival de pop al que acudieron más de 250.000 espectadores. Eran los últimos coletazos de ese movimiento hippie que había contagiado prácticamente al mundo entero.

En cuanto a mi profesión, grandes figuras acaparaban la atención del público y nuevos valores se abrían camino. Camilo Sesto (en esos momentos aún Camilo Sexto, con x) iniciaba su carrera en solitario con un “sencillo” que contenía dos canciones exitosas; Llegará el verano y Sin dirección, abandonando el grupo Los Botines al que había pertenecido.

Alberto Cortez,  admirable cantante argentino pero casi constante residente en España, incluía en el LP Cómplices, una de sus más bellas y versionadas canciones; Distancia.

Nino Bravo, con su voz prodigiosa, colocaba en el mercado un autentico hitTe quiero, te quiero.
Nino Bravo, Alberto Cortez y Camilo Sesto

Julio Iglesias había participado en el festival de Eurovisión en el mes de marzo, consiguiendo para España un muy digno cuarto puesto con  la canción, Gwendoline, la que se escuchaba continuamente y en todos los medios de difusión, llevando al joven y poco experimentado cantante a la fama.




En el cine, que continuaba con  su tónica general de mediocridad, Alfredo Landa, gracias a la película de Ramón Fernández  No desearás al vecino del 5º,  batía récord de taquilla, Y, como una rosa brotando en medio de un erial, Buñuel rodaba Tristana, con Catherine Deneuve, Fernando Rey y Franco Nero, hermoso producto basado en la novela de Benito Pérez Galdós.

Y en noviembre de ese 1970,  al fin, ofrecían a Yolanda Farr  la oportunidad de debutar en Madrid con un buen papel y un reparto de primera. Sí señor, aquel mismo año el teatro Maravillas iba a ser el escenario de su “puesta de largo” madrileña.




Fotografia Jesus Alcantara
Yolanda Farr. Foto Jesús Alcántara.



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